El pasillo es largo, demasiado largo, más de lo que mi bajo umbral claustrofóbico está dispuesto a aceptar. Sé por experiencia que acelerar no sirve de nada, salvo para agitar aún más la respiración, aumentar la frecuencia cardiaca y que la aprensión suba enteros. La tentación de correr es fuerte, pero este pasaje parece salido de uno de esos sueños en los que el final siempre se aleja de ti, por mucho que te esfuerces en llegar. Así pues, decido afrontarlo con calma; oponer a la urgencia; lentitud y al inminente pánico; calma e indiferencia. Funciona, siempre funciona, me repito mentalmente, tratando de convencerme, mientras me esfuerzo en suavizar mis pasos e ignorar los signos físicos que empiezan a manifestar su desacuerdo con
- ¡Estos transbordos kilométricos deberían estar prohibidos!
- No te tengo miedo, somos viejos conocidos- le digo al pasillo, mientras decido si hablar con un pasillo debe entenderse como un empeoramiento significativo de los síntomas.
Entre el Metro de Madrid y yo se estableció hace mucho tiempo un pacto de no agresión, una relación de amor y odio. Hemos perdido la pasión y en el presente nos hemos adaptado a una pragmática realidad del tipo “sólo cuando te necesito”. En definitiva, siempre que puedo, uso otro medio de transporte.
Pero en una capital tan congestionada como esta a veces es inevitable o cuando menos recomendable, recurrir a él. No ignoro que tiene sobre mí un especial poder evocador. En eso consiste la relación de amor, en la cantidad de gratos recuerdos y sensaciones que me hace revivir: los largos trayectos de la mano de mi padre, disfrutando la ciudad en aquellas mañanas domingueras de mi infancia, las grandes salas de cine, la sensación de libertad de mis primeras escapadas adolescentes, los intentos de pasar “por la cara” al estadio o al Palacio de los Deportes, el olorcillo a vino, cerveza y ricas viandas en las rutas del tapeo urbano, imprescindibles aderezos del currículum estudiantil, las tiendas de instrumentos dónde te miran ya con mala cara después de “tanto probar y poco comprar” , las sesiones de música y sobre todo, los entornos románticos en grata compañía. Permitidme un profundo y prolongado suspiro. El Metro forma parte de todo eso.
Pero cuando te vez obligado a transitar casi a diario por este entorno ruidoso, maloliente, atestado, agitado por la prisa, peligroso y, sobre todo, laberíntico, desaparece la grata evocación, se sustituye por un odio acre y en mi caso, además, por un temor fóbico a estos espacios estrechos y subterráneos .
Y aquí estoy, frente a mi águila de Prometeo, mi castigo particular que regresa cada día a torturarme – permitidme la exageración- en forma de interminable y agobiante pasillo, con su imperceptible pero agotadora cuesta arriba y la ligera curvatura que no te deja ver el final, provocando la sutil pero aterradora sensación de estar dentro de un círculo sin salida. Un hito de la ingeniería soterrada no apto para claustrofóbicos.
Hállome así, en lucha con mis sensaciones cuando percibo, desde ese fondo demasiado lejano, confundidas con la absurda melodía de los altavoces, unas notas familiares. Es “Brothers in Arms” de Dire Straits. Esas notas vienen en mi rescate, enviadas para sacarme de este amargo trance.
Colocado casi al final de túnel, como la proverbial luz, está Juan Salvador Pasota, tal y como se apoda a si mismo. Se sienta sobre un pequeño y destartalado “ampli” a batería. Ante él, un atril que perdió la pintura hacia tiempo, en el que se amontonan letras y música, un shure indestructible, su vieja Telecaster curtida en mil batallas y una voz especial ,que cuando no le falla, tiene el don de abrir las almas de par en par. Está colocado en un sitio estratégico para que todos los viajeros escuchen un buen fragmento de canción.
A medida que su sonido se va imponiendo al puñetero hilo musical me olvido del pasillo, de la fobia, de la autocompasión. Desaparecen las malas sensaciones y regresan los recuerdos gratos. Sin darme cuenta, he acompasado mi caminar a la base rítmica. Es lo más parecido a una danza discreta, sin perder los papeles. Estoy escalando este pasillo, rumbo a la luz, no hay prisas, todo está bien, con los acordes de la canción creando una suave brisa alrededor.
Juan, el hombre de mirada triste, aire cansado, sonrisa infantil y dedos mágicos. Hace tiempo que toca en el mismo sitio, aunque para ello tiene que pegarse una madrugada épica, porque los pasillos del metro están muy solicitados. Las cosas tienden a mejorar últimamente con las asociaciones de músicos en la calle y los intentos de reglamentación, aunque para Juan eso sólo son “…movidas para sacarnos una pasta que no tenemos”, así que desconfía y sigue madrugando, por si acaso.
Procuro llevar siempre unas monedas para depositarlas en la funda de la guitarra que tiende sobre el suelo. Juan, invariablemente sonríe y hace una pequeña reverencia con la cabeza.
En una ocasión me animé a darle las gracias, quizá para entablar conversación, impulsado por la curiosidad, porque Juan es un músico y cantante extraordinario, bueno, muy bueno como para tocar solamente en este rincón de Metro.
Continuará…
¿Cuando continuará?
ResponderEliminarMe encantan los Artistas de la Calle, los pasillos del metro de Madrid (seguramente porque los habré recorrido a lo sumo media docena de veces y me siento martínezsoria total) y este post :D
Un besín
Cuidad de Juan, quizá sea el quien mantiene a raya al minotauro del laberinto
ResponderEliminarMuy estimado subcomandante, algo de eso hay, seguro, permanezcan atentos a sus pantallas.
ResponderEliminarHola Alma. Continuará pronto, prometido, es que era muy largo y así creo un poco de expectativa. Nunca había editado un post por entregas, je, je.
ResponderEliminarEn mi caso el metro de Madrid tiene mucho encanto a la par que horror, como ya he comentado ampliamente. Pero es verdad que a la mayoría de los visitantes les gusta y si no lo visitas te pierdes una parte importante de la ciudad.
Acepto encantado el besín.