Cuando salgas en el viaje , hacia Ítaca, desea que el camino sea largo, pleno de aventuras, pleno de conocimientos.
A los Lestrigones y a los Cíclopes, al irritado Poseidón no temas, tales cosas en tu ruta nunca hallarás,
si elevado se mantiene tu pensamiento, si una selecta emoción tu espíritu y tu cuerpo embarga.

Constantino Cavafis; ÍTACA; POEMAS CANÓNICOS (1895-1915)

...Habito en Ítaca, hermosa al atardecer...

Homero. Odisea IX,19





martes, 19 de julio de 2011

CANTANTE URBANO (III). Final.



Llegó el final, cesó el clamor

la magia se desvaneció

tus ojos siguen fijos sobre mi

La fría luz de un pabellón

sobre un mar de cristales rotos

y un naufrago se ahoga en un rincón

“Siempre estás allí”. Barón Rojo.


Descenderás al  reino de la oscuridad…

“Avenida del fracaso”. Escuché por primera vez esta expresión de la boca de Juan aquella tarde. Así es como ha bautizado a  cierto  pasaje soterrado, en una de las zonas más ricas de Madrid. Es un pasaje triste, dónde se encuentran ocasionalmente y por un brevísimo instante,  la  soberbia y la miseria, intentando ignorarse mutuamente. La soberbia se presenta en forma de atractivas bolsas con el emblema  de las tiendas de lujo de la zona. Entonces el  pasaje sirve para evitar el tráfico de una transitada vía. La soberbia se mueve a la luz del sol, acompañada de abundante presencia policial y viste el pasaje de grandes carteles publicitarios dónde se ofrecen productos de alta calidad.

 La miseria se manifiesta en la caída de la tarde,  según se van desvaneciendo paulatinamente la luz del sol y la presencia policial. El pasadizo se viste entonces con cartones y  camas improvisadas que los “sin techo” comienzan a preparar para protegerse de los rigores de la noche y los carteles publicitarios se tornan en expresiones mordaces, burlas sin piedad  que los inquilinos de la noche  procuran ignorar:

“La casa de sus sueños. La calidad de vida que usted y los suyos merecen a escasos kilómetros del centro de Madrid”

“¿Te gusta conducir?”

“Perder peso y recuperar la figura es uno de los aspectos estéticos y saludables que más preocupan a la sociedad.  Ven a …”

“Recupera tu sonrisa”

Y tantos otros lemas de la sociedad de consumo, absurdos e hirientes en aquel contexto.

-          Avenida del fracaso…- Era una de las sentencias que recitaba Juan. Bien podría haber sido una letra emblemática para un tema de rock

-          Hasta aquí llegan  los que han perdido sus sueños. El día ha sido demasiado corto para buscarte la vida y ahora enfrentas  una  larga noche  para mascar la derrota.
 
Juan llegó a ser inquilino habitual del pasadizo. Allí iba  a dormir en las noches más frías del invierno madrileño porque proporcionaba unas paredes y un techo contra el frío y suficiente compañía para protegerse de los ataques a los mendigos.
 
Juan no podía explicar del todo cómo había llegado a ser un visitante asiduo de aquel rincón. Fue una caída rápida y vertiginosa. Todo el crédito conseguido durante años de trabajo se desmoronó como un castillo de arena.  “Ya no se puede confiar en él” fue la sentencia de un mundo que si algo valora, precisamente,  era la confianza, saber que vas a estar cuando se te necesita y Juan desaparecía demasiado a menudo, física y mentalmente.

Su mujer y su hija se marcharon  una mañana. Él no se  enteró hasta pasados  tres días, cuando volvió a casa tras una de sus ”ausencias”. Ya no podían soportar el temor y el desconcierto de enfrentarse  a la desaparición del hombre al que amaban y observar como día a día era poseído por un desconocido, destructivo, egoísta  y hostil. Algo se rompió definitivamente en al alma de  Laura aquella mañana, cuando decidió seguir los consejos de quienes las amaban, empaquetó  unas escasas pertenencias,  cogió a su pequeña como si fuera a saltar de un edificio en llamas,  y escapó para intentar rehacer la vida de ambas.

Juan guardaba unas pocas fotografías, estropeadas y  llenas de surcos por la acción de las  lágrimas, también por estrecharlas  a menudo ,con fuerza, como si así pudiese abrazarlas. De alguna manera esas fotografías eran el hilo de la vida que le mantenía en contacto con todo lo que amaba. Sabía que estaban en otra ciudad, sabía por sus padres que estaban bien, pero no quería que le viesen en su estado actual. La orden de alejamiento no era más que una redundancia sin sentido.

-          Ni una palabra…, ¡ Por favor!,  ni una palabra. Sólo que estoy bien… y punto. - le rogaba constantemente a su familia más cercana, aquellos que aún mantenían una puerta abierta, en las contadas ocasiones en que aparecía en busca de dinero, algo de ropa o unos días de acogida, pocos,  hasta que el poder del alcohol y las drogas le lanzaban de nuevo a la calle, como un monigote,  sin piedad, de vuelta a la Avenida del fracaso.
 
Era una noche especialmente fría. Yacía acurrucado bajo una sucia manta, embutido en una parca que tenía más años que él, protegido con cartones por debajo y por encima, tratando de conciliar algo de sueño, inútilmente, porque una persistente tos y un frío atroz se lo negaban. Se encontraba muy, muy cansado y deseaba con todas sus fuerzas un sueño que no llegaba.

 Cuando presintió la cercanía de Pedro, sintió temor. Aquel lugar no se caracterizaba por las relaciones cordiales.


-          ¿Quieres un chocolate?, ¡Está caliente!- Pedro estaba en cuclillas, a cierta distancia de él, tendiéndole un vaso de plástico. Si era una broma, era demasiado cruel.

-          También te puedo dar un bocata- Insistió Pedro.

-          ¿Cuál es tu rollo, tío? ¿Qué es lo que buscas?, - Contestó Juan, con cierto mezcla de  súplica y  amenaza. No sabía si aquello era un sueño o sucedía de verdad, estaba tan confuso, tan cansado…

-          No busco nada, sólo te ofrezco una bebida caliente y algo de comer- Contestó Pedro.

No obtuvo respuesta. Juan se incorporó a duras penas. Miraba a su alrededor intentando entender qué sucedía. Pudo ver a  algunos de los mendigos comiendo  y bebiendo de vasos humeantes que Pedro y un grupo de personas les estaban repartiendo.

-          Te calmará la tos. Es Cacao- Acompañaba sus palabras con un ademán, acercando el vaso hacia Juan, no sin cierta precaución porque sabía de sobra que algunos inquilinos del pasaje eran impredecibles.

-          Son los de la Biblia- dijo, con la boca llena, el inquilino de su izquierda, al observar su indecisión, como animándole a tomar los alimentos de gente de confianza.

Pedro era “de los de la Biblia”. Así es como conocían por allí a un grupo que dedicaba varias noches  a repartir alimentos, ofrecer conversación y ayuda a los indigentes. “Los de la Biblia” se distinguían de otros grupos de voluntarios porque  una vez  repartían los alimentos,  compartían también pasajes de la Biblia y oraciones con quienes lo deseaban. Ofrecían también  la posibilidad de acudir a un centro de rehabilitación para quienes eran víctimas de cualquier tipo de adicción.

Pedro era uno de los  exdrogadictos rehabilitados que ahora se dedicaban a rescatar a otros “…en el nombre del Señor”. Muchas veces le habían ofrecido a Juan la posibilidad de acudir a su centro de desintoxicación y el se había negado sistemáticamente. Igualmente se  había negado a acudir a un  albergue u otro tipo de institución que implicase cualquier tipo de disciplina, compromiso o tener que dar cuenta y demasiadas explicaciones acerca de su vida.

Aquella noche se sentía especialmente débil. Le costaba respirar. El pecho le ardía y la tos era cada vez mas dura. Los escalofríos eran intensos y apenas podía contener los temblores que le asaltaban. Aquel día había vomitado repetidas veces. Había caído como un saco en el rincón, abatido y sin fuerzas. Si pudiera dormir…

Pedro se asusto al ver la palidez y las ojeras de Juan. Le puso la mano en la mejilla y noto el ardor intenso de la fiebre, los temblores y la dificultad para respirar. Juan boqueaba visiblemente en busca de aire y cada inspiración iba acompañada de un sonido estremecedor.

 -Hay que llevarle a un hospital cuanto antes.


Buscando una  escalera al cielo…

Despertó en una cama de hospital, casi cuatro días después,  con una mezcla confusa de recuerdos en la que se mezclaban realidad y oscuras pesadillas. Lo primero que vio al despertar fue el rostro de Pedro con su  sonrisa afable. No habían podido avisar a su familia porque no encontraron documentación alguna que pudiera identificarle. Sus documentos, las fotos, algunos papeles importantes,  todo había desaparecido junto con su mochila en el descuido que provocó su traslado. Lamentó, sobre todo, la pérdida de las fotografías. No le preocupó demasiado que su familia no supiera nada, casi lo prefería, ya estaban acostumbrados a no echarle de menos.

Supo que sufría  una neumonía  grave. El frío, la humedad, la calle, se habían cobrado su tributo. También supo que Pedro había permanecido a su lado hasta que estuvo fuera de peligro. La estancia en el hospital se prolongó y Pedro aparecía cada tarde para hablar con él, a veces traía un libro o un tebeo, con la pegatina de una biblioteca cercana y toda una colección de periódicos gratuitos. El presupuesto de Pedro no era para tirar cohetes, pero se buscaba la vida. Era paciente hasta el cansancio, tan buen conversador que sabía escuchar con atención, haciendo miles de gestos que demostraban su interés, jamás interrumpía y sólo cuando el diálogo, léase monólogo, disminuía de ritmo,  usaba una frase como atizador:

-          ¿Y tú…cómo te sentías?
  
A Pedro le preocupaban los sentimientos, le gustaba conversar acerca de ellos. Cuando Pedro hablaba lo hacía despacio, como un narrador de cuentos, con una dulzura y un sosiego característico, moviendo la cabeza afirmativamente y mirando al cielo como si consultase cada palabra. En muchas ocasiones intentaba convencer a Juan para que ingresase en un centro de rehabilitación una vez saliese del hospital:
      -          ¡Vas a venir conmigo! ¡ lo sé!- concluía Pedro, señalándole con el dedo, en lo que parecía  una parodia de “Tio Sam”.
-          Sí, mamá, lo que tu digas-  Era la misma respuesta irónica  con la  que Juan eludía siempre la cuestión.
Aquella mañana la resistencia de Juan se agrietó. Le habían dado el alta y después de vestirse y comer por última vez en su habitación se encontró solo en la puerta principal, perdido y sin saber a dónde ir. Le había citado la trabajadora social, pero el próximo martes quedaba tan lejos que  bien podía faltar una eternidad. Llevaba la tarjeta con la dirección del albergue en el bolsillo derecho, pero se le antojaba que llegar allí era un viaje al infinito. Su cuerpo y su mente le seguían recordando aún la última dosis y le daba la sensación de que todo en la calle se movía demasiado rápido, con demasiado ruido, con excesiva luz. Nunca se había sentido tan sólo, ni tan inútil. Viéndose incapaz de lanzarse a aquel mar  encrespado se sentó en las jardineras de la entrada, se  tapó la cara con las manos,  lleno de temor, incapaz de dar un paso. Sólo podía llorar y aquel torrente violento de lágrimas parecía arrastrar sus recuerdos, los rostros que amaba y los restos destrozados de su alma.

Entonces sintió  la mano de Pedro, firme y cariñosa sobre su hombro y el abrazo posterior. Se agarró a aquel abrazo como a un salvavidas. Pedro le dejó llorar, un buen rato, haciendo gala de su infinita paciencia. Sobraban todas las palabras, salvo una:

-¿Vamos?- preguntó Pedro.

- Vámonos… mamá- contestó Juan con su media sonrisa y su aire triste.


Los dos se alejaron por aquella calle interminable. Pedro aún rodeaba el hombro de Juan con su brazo. Juan llevaba una bolsa de plástico con todas sus pertenencias, algo de ropa y objetos de aseo que le habían dado en el hospital. Pedro llevaba un hatillo de periódicos gratuitos bajo el brazo. Una extraña pareja,  uno cojeando sutilmente, otro con su mirada perdida en el cielo, caminando calle abajo …buscando una escalera.
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Dime si habrá alguien que te espera…
Cuatro años después me contaba su historia, sentados en aquel banco del parque, con
lágrimas en los ojos. Había estado tocando en el Parque del Retiro, repartiendo unos folletos, hablando con la gente. Por la noche irían a la Casa de Campo y a la “avenida del fracaso” a repartir leche con cacao y bocadillos.

-          La cagué Ulyses, pero Dios me ha dado otra oportunidad- me dijo, mientras levantaba a modo de trofeo un hatillo de cartas que conservaba. Eran cartas y dibujos de su hija…y de Laura también.
 
En aquel momento sólo era capaz de asentir, con un nudo en la garganta. Juan se levantó y comenzó a recoger su guitarra. Los días de tocar en el Metro habían llegando a su fin. Dejaba la ciudad, se marchaba a Segovia dónde trabajaría en un centro de rehabilitación, ayudando a otros que habían sufrido circunstancias similares a las suyas. También le habían ofrecido la oportunidad de dar clases de música en un colegio cercano y le había llegado alguna oferta de uno de los estudios. Probablemente podría compatibilizar algunas de estas cosas. Lo importante es que volvían a contar con él, todos…y todas.

-          Al final voy a echar de menos el Metro Squeare Garden

Los largos días tocando el Metro le habían ayudado a sentirse útil, a volver a tocar, a probarse que era capaz, ante el público más duro del mundo. Los escasos eurillos le habían venido de perlas al fondo común del  centro que constituía su hogar y su nueva familia.

-          Siempre puedes volver en alguna ocasión- dije, sin convencimiento

-          No … no creo, demasiados recuerdos. Me voy con la música a otra parte.- Me abrazó- ¡Que Díos te bendiga, Ulyses!, nos veremos.

-          ¡Dales un fuerte beso y un abrazo de mi parte …y de Pedro!

-          ¡Como le echo de menos!- dijo- casi dos años ya…

-          A él le habría alegrado mucho verte ahora, así.

Asiente con la cabeza. No puede hablar. Se aleja con sus trastos, su andar cansado, aquejado de una leve cojera. Levanta la mano a modo de despedida.

-          ¡ Hasta pronto, Ulyses!

Hasta pronto, Juan. Sigue luchando ¡ Me alegra tanto haberte conocido!¡ Me alegra tanto poder contar esta victoria al final!.
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El largo pasillo hace tiempo que ha desaparecido. Se lo llevó una de tantas obras de remodelación del Metro, sustituyéndolo por varias encrucijadas de innumerables esquinas. Aún queda un pasaje pero ni mucho menos tan terrorífico ni largo como aquél de antaño. Mejor así.

  Al final de este pasaje suelen ponerse músicos. Hay un chico joven, de algún país del Este que no podría determinar. Toca música clásica en un Roland antediluviano y destartalado al que le faltan las dos últimas teclas. Al pasar a su lado, sonrío, me paro unos segundos a escuchar la pieza de Chopin y deposito unas monedas sobre la funda abierta. Son algo más que unas monedas y una sonrisa; es un mensaje codificado;
“No eres invisible, valoro tu arte y te agradezco que estés aquí, por llenar este rincón con tu música, por alegrarme la mañana a pesar de tus dificultades. Gracias a todos los que compartís vuestro arte en cualquier rincón de cualquier ciudad”
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Nota del autor.

Me ha costado mucho contar esta historia. Sé que sabréis perdonar el tiempo que he tardado. Hay muchos recuerdos y  sentimientos personales implicados en ella y no siempre me ha sido fácil proseguir. Todo lo que os he contado sucedió de verdad, pero he modificado los nombres, lugares y  suficientes detalles como para conservar el anonimato de los protagonistas.

Quiero dedicar esta historia a todas aquellas personas que nos brindan su arte en las calles cada día. Alzo mi voz desde está humilde tribuna para que alguien competente y consciente de su responsabilidad sepa legislar medidas para proteger el arte – todo tipo de arte-  en la calle, potenciarlo y enriquecerlo. El arte en la calle es vida para una ciudad.

También quiero hacer una dedicatoria especial a todas aquellas personas que un día fueron derribadas, por vientos repentinos, atroces, destructivos e inesperados de todo tipo,  pero luchan día a día por abandonar su particular infierno.

Y especialmente, quiero dedicar esta historia a todas aquellas personas que, como Pedro, se esfuerzan cada día en bajar al infierno de otros, para acercarles el Cielo.

jueves, 28 de abril de 2011

CANTANTE URBANO (II)


“…hagan corro señores, a este juglar maldito, cantante urbano.
Y me pilla la noche cantando en el metro
 y no llego a una libra en total
Y deseando salir tengo que entrar otra vez
Porque un techo de estrellas no da calor.”

TOPO, Cantante urbano,

Normalmente mi timidez me habría impedido hacer algo así, pero siempre me he sentido identificado con Juan. Somos más o menos de la misma edad, sentimos pasión por la música y  por los mismos estilos. Más adelante llegué a saber que también teníamos conocidos en común.

 Aquel día no me limité a dejarle unas monedas y una sonrisa de aprobación. Me quede  frente a él, escuchando hasta que terminó la canción. En un momento  surgieron suficientes imitadores para lograr formar un pequeño corro.

-         ¡Qué palo!- Dijo Juan- Casi prefiero seguir siendo invisible. Pero ya que están… ¿Alguna preferencia del distinguido público?

Hay que tener muchas narices  para hacer esa pregunta. Mi admiración hacia Juan iba en aumento. Normalmente se ayuda de una base rítmica,  backing tracks  grabados en  CD y él añade el resto. Pero en muchas ocasiones se enfrenta a los temas sólo con su voz y su guitarra. Exponerte a que te pidan temas, así, a bocajarro implica que confías mucho en tu capacidad como intérprete.

-         Tú, si quieres, puedes seguir camino, colega – dijo mirándome- que para lo que has echado ya tienes lo tuyo.

Sé que no debo tomarlo a mal, pienso, mientras añado otro euro a la ofrenda. Sus comentarios siempre se cocinan con una mezcla de reproche y amargura, aderezados con una pizca de gracia.  Juan dista mucho de ser simpático, tampoco intenta serlo. Cuando habla utiliza breves  sentencias y rebuscados refranes cortantes muy útiles para poner fin a una conversación.

Emplea cierto tonillo callejero con aire de  Vallecas o Carabanchel,  algo muy valorado en el mundillo del rock madrileño, sobre la base de cierto deje andaluz.  Se esfuerza en parecer duro,  pero su mirada, alguna sonrisa ocasional o alguna furtiva lágrima delatan que bajo esa careta prefabricada hay mucha sensibilidad, muchas heridas o ambas cosas a la vez.

Después de regatear con el público en busca de un tema de su agrado, decide interpretar Siempre estás allí,  una balada  de Barón Rojo. Al finalizar, el corrillo, que ha ido aumentando a medida que progresaba la canción, le premia con un aplauso. Es una de esas contadas ocasiones que consiguen arrancar de Juan unas lágrimas que a duras penas logra contener. 

-         Gracias- dice, esbozando una reverencia, con su sonrisa apenada tan característica.

Siempre que puedo compró un desayuno c + b (café y bollito) en uno de los puestos  y atravieso mi particular pasillo estigio con el vaso desechable, ayudándome de varias servilletas para no quemarme y le llegue caliente a Juan. Sé que lo agradece, aunque siempre me reprocha – con cariño, creo- que parezco su madre. Él a cambio me da algunos consejos sobre acordes, afinación, me enseña algunos  riffs y me pasa alguna que otra partitura. A veces incluso me tiende la guitarra para que pruebe algo que está tratando de enseñarme. Yo intento negarme, sobre todo porque este escenario me impone muchísimo y aún me impone más  la mirada crítica de Juan cuando lo hago mal.

-         ¡Tronco! ¡Toca bien! , aquí la gente viene a escuchar buena música,  ¡Qué este rincón ya tiene una reputación!- me dice con esa mezcla de humor y enfado real que le distingue - ¡ Con lo que cuesta hacerse un nombre  aquí, en el Metro Square Garden!

Algunas veces pasan por nuestro lado El Feo y El  Malo. Así ha bautizado Juan a los seguratas  del pasillo, aunque no siempre sean los mismos. El título de El bueno se lo reserva para él.  Depende mucho del turno. Algunos simplemente le ignoran, otros le llaman la atención sobre el volumen del ampli o el espacio que ocupa si tiene sus útiles muy esparcidos., la mayoría suelen hacer la vista gorda y no le molestan, incluso le tratan con cordialidad,  pero siempre tiene que haber una excepción.

Siempre aparece quién, en orden a un escrupuloso cumplimiento del deber, le hace recoger los trastos. Es curioso el celo con el que se toma alguno de estos profesionales el limpiar el pasillo cuando , minutos antes, les has visto mirar para otro lado en plena taquilla, mientras una oleada de sujetos con pinta peligrosa han saltado por encima, literalmente, de los tornos. Una de estas excepciones es un sujeto con pose de pistolero buscapleitos, extraído de un Wenstern o del cine negro de los años 40, que siempre intenta buscarle las cosquillas, sin conseguirlo. Más de una vez ha pasado por nuestro lado, con una mano apoyada en el pomo de la porra, andares desafiantes y mirando fijamente  con un ojo medio cerrado,  como si de un momento a otro fuese a soltar la tópica frase: “ vamos…alégrame el día”. No es extraño que en la particular galería de personajes de Juan se haya ganado el apelativo de Harry El Sucio.

Lo cierto es que, en general,  Juan sabe sortear bien al personal de seguridad, incluida la policía, que es mucho más chunga. Al fin se trata de saber estar en tu sitio. Tú no me das problemas, yo no te doy problemas, me voy si me lo pides, vengo al rato o al día siguiente como si no pasara nada, unas palabras cordiales por aquí, un poco de conversación, cubrir unas apariencias y todos contentos. Mucho peor lo tienen los extranjeros, me cuenta, porque les cuesta más buscarse las mañas a causa del idioma,  especialmente los que van de vagón en vagón, dando la brasa y entablan desde el principio una relación basada en la  huida  y la  persecución.

-         También hay gente que le echa mucho morro-  Se queja Juan de la gente que intenta pasar por artista callejero y ni siquiera sabe tocar un instrumento, o cantar o actuar…
-         ¡ Tronco!, ¡Las esquinas para los que  se las trabajan!- sentencia, en uno de sus refranes adaptados – Si vas a ocupar un sitio que sea porque haces algo que merezca la pena, que tienes algo que ofrecer… -.

Juan es, como ya he dicho, un gran músico. Es de esos grandes músicos anónimos que hacen aún más grandes a los artistas consagrados. Es de esos músicos que,  aparte de su salario,  no reciben más premio que una mención en letra pequeña en las carátulas, la satisfacción de escuchar sus arreglos en los temas  y el reconocimiento de los artistas que te quieren a su lado. Nadie sabe que estás pero se nota cuando faltas.  Todo esto parece poco, pero es suficiente para que se te suba a la cabeza, para creerte El Rey del Mambo, para cagarla.

Juan estuvo con los mejores, según me cuenta a duras penas, porque no le gusta hablar de su pasado, así que siempre hace un rápido resumen diciendo que ganó mucha pasta, hacía lo que le gustaba y le iba bien, hasta que la cago.

-         La cagué Ulyses, lo perdí todo…las perdí a ellas,  por torpe y miserable…-  me dice con lágrimas en los ojos . Ellas son su mujer y su hija.

Aquel día, sentados en un banco del Parque del Retiro, en una tarde nubosa de otoño,  me contó su historia. Me habló de su trabajo como músico de  estudio,  de las  giras en directo a sueldo de varias bandas y artistas con nombre, su escalada en el mundillo y su caída . Un descenso vertiginoso a una vida y un estado en el que él mismo era incapaz de reconocerse. No había excusas, no culpaba a nadie salvo a él mismo,  no había explicaciones, sólo perplejidad y muchos reproches por el daño que se hizo a sí mismo y a quienes le rodeaban.

Fueron el alcohol, las drogas, la búsqueda de compañías de un rato, sin compromisos, para salir de la rutina, la huida de ciertas obligaciones, algún instinto autodestructivo  o más bien la combinación de todo lo anterior. Lo cierto es que tras la tormenta sólo quedaban los restos irreconocibles del naufragio de una vida del que, por fortuna, habían  logrado huir a tiempo sus seres queridos.

CONTINUARÁ...

miércoles, 13 de abril de 2011

Cantante urbano


El pasillo es largo, demasiado largo,  más de lo que mi bajo umbral claustrofóbico está dispuesto a aceptar. Sé por experiencia que acelerar no sirve de nada, salvo para agitar aún más la respiración, aumentar la frecuencia cardiaca y que la aprensión suba enteros. La tentación de correr es fuerte, pero este pasaje parece salido de uno de esos sueños en los que el final siempre se aleja de ti, por mucho que te esfuerces en llegar. Así pues, decido afrontarlo con calma; oponer a la  urgencia; lentitud y al inminente pánico; calma e indiferencia.  Funciona, siempre funciona, me repito mentalmente, tratando de convencerme, mientras me esfuerzo en suavizar  mis pasos e ignorar los signos físicos que empiezan a manifestar su desacuerdo con la situación. Sólo hago un pequeño alto en la terapia para quejarme a viva voz:

-         ¡Estos transbordos kilométricos deberían estar prohibidos!
-         No te tengo miedo,  somos viejos conocidos- le digo al pasillo, mientras decido  si hablar con un pasillo debe entenderse como un empeoramiento significativo de los síntomas.

Entre el Metro de Madrid y yo se estableció hace mucho tiempo un pacto de no agresión, una relación de amor y odio. Hemos perdido la pasión  y en el presente nos hemos adaptado a una  pragmática realidad  del tipo “sólo cuando te necesito”. En definitiva,  siempre que puedo, uso otro medio de transporte.

Pero en una capital tan congestionada como esta a veces es inevitable o cuando menos recomendable, recurrir a él.  No ignoro que tiene sobre mí un especial poder evocador. En eso consiste la relación de amor, en la cantidad de gratos recuerdos y sensaciones que me hace revivir: los largos trayectos de la mano de mi padre, disfrutando  la ciudad en aquellas mañanas domingueras de mi infancia,  las grandes salas de cine, la sensación de  libertad de mis primeras escapadas adolescentes, los intentos de pasar “por la cara” al estadio o al Palacio de los Deportes,  el olorcillo a vino, cerveza y ricas viandas en las rutas del tapeo urbano, imprescindibles aderezos del currículum estudiantil,  las tiendas de instrumentos dónde te miran ya con mala cara después de “tanto probar y poco comprar” , las sesiones de música y sobre todo,  los entornos románticos en grata compañía. Permitidme un profundo y prolongado suspiro. El Metro forma parte de todo eso.

Pero cuando te vez obligado a transitar casi a diario por este entorno ruidoso, maloliente, atestado, agitado por la prisa, peligroso  y, sobre todo,  laberíntico, desaparece la grata evocación, se sustituye por un odio acre y en mi caso, además,  por un temor fóbico a estos  espacios estrechos y subterráneos .

Y aquí estoy, frente a mi águila de Prometeo, mi castigo particular que regresa cada día a torturarme – permitidme la exageración- en forma de interminable y agobiante pasillo, con su imperceptible pero agotadora cuesta arriba y la ligera curvatura que no te deja ver el final, provocando la sutil pero aterradora sensación de estar dentro de un círculo sin salida. Un hito de la ingeniería soterrada no apto para claustrofóbicos.

Hállome así, en lucha con  mis sensaciones cuando percibo, desde ese fondo demasiado lejano, confundidas con la absurda melodía de los altavoces, unas notas familiares. Es “Brothers in Arms” de Dire Straits. Esas notas vienen en mi rescate, enviadas para sacarme de este amargo trance.
 Colocado casi al final de túnel, como la proverbial luz, está Juan Salvador Pasota, tal y como se apoda a si mismo. Se sienta sobre un pequeño y destartalado “ampli” a batería. Ante él,  un atril que perdió la pintura hacia tiempo, en el que se amontonan letras y música, un  shure indestructible,   su  vieja Telecaster curtida en mil batallas y una voz especial ,que cuando no le falla, tiene el don de abrir las almas de par en par. Está colocado en un sitio estratégico para que  todos los viajeros escuchen  un buen fragmento de canción.

A medida que su sonido se va imponiendo al puñetero hilo musical me olvido del pasillo, de la fobia, de la autocompasión. Desaparecen las malas sensaciones y regresan los recuerdos gratos. Sin darme cuenta, he acompasado mi caminar a la base rítmica. Es lo más parecido a una danza discreta, sin perder los papeles. Estoy escalando este pasillo, rumbo a la luz, no hay prisas, todo está bien, con los acordes de la canción creando una suave brisa  alrededor.

Juan, el hombre de mirada triste, aire cansado,  sonrisa infantil  y dedos mágicos. Hace tiempo que toca en el mismo sitio, aunque para ello tiene que pegarse una madrugada épica, porque los pasillos del metro están muy solicitados. Las cosas tienden a mejorar últimamente con las asociaciones de músicos en la calle y los intentos de reglamentación, aunque para Juan  eso sólo son “…movidas para sacarnos una pasta que no tenemos”, así que desconfía y sigue madrugando, por si acaso.

Procuro llevar siempre  unas monedas para depositarlas en la funda de la guitarra que tiende sobre el suelo. Juan, invariablemente sonríe y hace una pequeña reverencia con la cabeza.

En una ocasión me animé a darle las gracias, quizá para entablar conversación, impulsado por la curiosidad, porque Juan es un músico y cantante extraordinario, bueno, muy bueno como para tocar solamente en este rincón de Metro.


Continuará…


viernes, 8 de abril de 2011

Una de Monstruos



6:00 de la mañana.  A estas  horas mi mente aún no ha regresado del todo del mundo de los sueños .Voy  aceptando, no sin resistencia y de forma paulatina, este día naciente, con una mezcla de fastidio y expectativa: a ver si hoy consigo que disminuya la lista de tareas pendientes, logro poner algo de orden entre  mis contradictorias emociones y se cumple alguna de mis esperanzadas  peticiones.

Termino de despertar en un vagón de  Metro, en compañía de otros zombies. Me cuesta centrarme en el libro que tengo entre  manos, difícil de leer, por su prosa complicada, mi estado mental y  porque reclaman mi atención  los grandes titulares que se despliegan ante mi vista, un amplio resumen de prensa que cumple, además,  con la misión de ocultar los caretos deformados por el  sueño y  los bostezos descontrolados del pasaje. No hace mucho tiempo los titulares eran más variopintos. Hoy predominan los periódicos gratuitos, ¡Maldita crisis…!

“¡PÁNICO NUCLEAR!”  titula un panfletillo a muchas columnas. Los terremotos en Japón  y la alerta radiactiva ocupan las primeras páginas. Me recuerda aquellos llamativos  títulos  de las películas de nuestra infancia.  Yo era adepto de las películas de monstruos, grandes monstruos. No me gustaban aquellos monstruos de inspiración gótica, malvados y  que cabían bajo la cama..  Me gustaban los monstruos gigantes, como el Rey Kong  y toda la saga que le siguió. Recuerdo aquellas películas, preferiblemente en blanco y negro , en las  que la humanidad se enfrentaba a los monstruos gigantes, casi siempre  insectos, nacidos de la  radiactividad, que pugnaban con  seres de otros mundos por el protagonismo de cargarse a la humanidad. También aquellas películas de cine de verano que llegaban de Japón, a todo color, dónde la radiactividad creaba gigantescas amenazas. Sí, serie B, C e incluso D, todo lo que queráis pero a esa edad  no éramos “entendidos” en cine, así que nos las podíamos permitir.

Esta vez es real. No es un ataque de Gozzilla o alguna de sus secuelas. La Radiactividad no ha creado ningún monstruo. La radiactividad y sus residuos son el monstruo y no necesitan convertirse en un ser mitad dinosaurio, mitad ballena que lanza por la boca rayos caloríficos.  No es una película nacida de la  paranoia nuclear, es una realidad tantas veces advertida y temida que de pronto explota ante nuestras narices. Las seguras centrales no son tan seguras, lo son menos a medida que envejecen y las fuerzas de la naturaleza son inmunes a nuestra soberbia.

Un artículo  habla de los héroes de Fukushima. Hubiese sido el argumento ideal para uno  de aquellos largometrajes. Un grupo de héroes luchan hasta la muerte para salvar a los compatriotas del monstruo radiactivo. De seguir el guión tópico, en el momento crítico,  surgirá un héroe cuya inspiración y valor in extremis salvará al mundo y como premio besará, como poco,  a la protagonista. Pero esta vez los acontecimientos no parecen regirse por un guión cinematográfico.

Toda mi admiración por el valor y el sacrificio de estas personas. Admiración que  no puede ocultar la tristeza de esta realidad. Tristeza que no consuela en absoluto la evocación al Bushido, el código de honor Samurai pero que dignifica el acto, tantas veces repetido a lo largo de la historia en la que “unos pocos, hacen tanto por tantos”. Hablado de historia, también nos enseña que cuando hay que recurrir a  Kamikazes las cosas no están bajo el control del que se presume.

Hay más titulares. Más portadas. Más  monstruos. Uno de ellos aparece con las manos levantadas hacia el cielo prometiendo un BAÑO DE SANGRE  para acallar una revuelta. Uno de tantos monstruos que asolan el tercer mundo. A estos no les ha creado la radiactividad, sino la economía, que nada tiene que envidiar en cuanto a fuerza destructiva. Te preguntas que papel haría en la realidad  aquel elegante agente británico del cine especializado en truncar los sueños de conquista de este tipo de megalómanos. Creo que le costaría distinguir los buenos de los malos y de quienes mueven sus hilos respectivos. Le costaría horrores comprender cómo los títeres protegidos de antaño se convierten de pronto en los enemigos del mundo civilizado y viceversa.

Revueltas, muertes, víctimas, caos...”El hombre es un monstruo para el hombre”, sería la conclusión más acertada. Terremotos, tsunamis, crisis, guerras, hambre, plagas… parece que alguien se ha dejado abierto el libro de Apocalipsis y aquellos cuatro jinetes vagan a sus anchas por el mundo.  Puede que las profecías que contienen sus páginas no sean una amenaza, sino una advertencia – es una diferencia sutil - de la que hemos hecho  oídos sordos.  Suerte que junto a estas noticias trágicas aparecen  anuncios de viajes de ensueño, codiciables vehículos y electrodomésticos que te hacen la vida más fácil, las absorbentes noticias deportivas, junto con algún que otro cotilleo intrascendente que nos ayuda a relativizar tanta tragedia.

Como me gustaban las películas de monstruos. Dos horas de emociones intensas, seguidas de un gran alivio para  salir del cine  y  revivir en nuestros juegos las emocionantes escenas. Era  un mundo infantil en el que lo monstruos sólo existían en la pantalla y en nuestra imaginación…, al menos, eso creíamos.
   
Perdonad, esta es mi parada.  Tened un buen día y procurad alegrar el de los demás, en la medida de vuestras posibilidades.
PD 1.- a veces también compro la prensa, no siempre  leo “de gorra”.

PD 2.- Llevo todavía en la retina uno de los titulares. La operación aliada en  Libia se denomina  “Amanecer de la Odisea”. Un poco más y me tienen que pagar derechos de autor.

viernes, 11 de marzo de 2011

Palabras de un 11 de marzo

ACRÓSTICO.

Angustia

Terror
Indignación
,
Asesinos

Queridas
Unidas
Infierno
Esperanza
Negación

Ayuda
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Recorrer
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Amargura
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Ayuda
 ,
Cansancio
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Nada

Amor
Mañana
Oración
Recuerdo